La nena venía en los hombros de él. A cocochito, como se le dice hasta que uno es grande y boludo como para andar haciendo cacofonía. Ella venía del brazo de él, como si la carga de la nena no fuera suficiente, o como si existiera una clásica rivalidad freudiana entre madre e hija. Él venía con la nena en andas, y con ella del brazo.
Sin embargo, eso no era todo. En algún punto no eran sólo tres. También estaba el bastón blanco. Estaba en las manos de ella y de él. Y cómo era blanco, y no tocaba el piso, era más que un bastón. Era la ceguedad de él, que reposaba, para cargar a la nena. Entonces ella, innecesariamente colgada de su brazo antes, y necesariamente colgada de su brazo ahora, era más que ella. Ella era ella, y el bastón. Un bastón que sonreía, reía y hablaba. Y en conjunto eran perfectos. Quiero decir, era perfecta su imperfección. Porque de alguna manera, sin médicos ni operaciones, habían eliminado la ceguera de él. Porque ese bastón blanco no tocaba el piso y descansaba en sus manos. En las manos de ella, el verdadero bastón, y en las manos de él, que veía sin necesidad de usar los ojos. Sonrientes caminaban los tres, ante la vista de todos, que paradójicamente, teníamos cara de estar viendo algo por primera vez.
Pero ella peló un caramelo y lo puso en la boca de él. Y él tomó el caramelo con la boca, pero se le cayó al piso. Un piso sucio de Godoy Cruz y Santa Fé. Un piso de millones de suelas por día. Entonces ella nos miró a todos, o eso creímos, y soltando su brazo tomó el caramelo del piso y lo volvió a poner en la boca de él, y después sonrío.
Creo que no nos vió a nosotros mirándolos perplejos antes, y mirándola perplejos ahora, sólo a ella. O no vió nunca millones de personas transitando, con suelas de lejos y de cerca, gastadas o gastadísimas, sucias o muy sucias, pisando los pisos de Godoy Cruz y Santa Fé. Quizás ese instante en que soltó su brazo para agarrar el caramelo del piso, fue suficiente para que ella demostrara que como persona era sólo un buen bastón. Quizás no vió sucio el piso, quizás no vió sucio el caramelo, quizás no vió el kiosco que tenía a cinco metros, ni el cartel de 3 caramelos por 10 centavos que pretendía, justamente, que todo el mundo lo viera. Ahora que lo pienso, quizás era él el que la llevaba a ella.
Ahora que lo pienso, quizás él era el ciego, y ella la que no podía ver.