Podemos ver un muerto en nuestros sueños, pero nunca tocarlo. Estoy en su vieja casa de Banfield, la de los techos altos y las habitaciones grandes, al lado de la que fuera casa de mis padres. Parada desde el viejo living percibo los ruidos y el aroma de su presencia. Si me asomo puedo ver su figura de pie en la cocina: su cuerpo flaco, su pelo gris y el movimiento ínfimo de sus pequeños brazos. Abuela falleció hace 20 años y sin embargo ahí está, lavando los platos. Está de espaldas con su vestido azul floreado y un delantal atado por detrás. Camino por el pasillo que me lleva a ella y a medida que me acerco se realzan los detalles: sus piernas pálidas, su piel fina, las marcas violáceas que delatan la edad de sus várices. Noto que tiembla.
Dicen que existen dos tipos de fantasmas. Los que saben que murieron y los que no. Intento descifrar qué significa su presencia en mi sueño. Todo está tal como lo recuerdo. Detrás de ella se encuentra la mesa, que lleva un mantel manchado de tuco y migas de pan. En la radio se escucha por lo bajo sonar el vals N°2 de Shostakovich.
-Quiero preparar algo de postre pero tengo frío –dice abuela que parece haber notado mi presencia.
Me mantengo callada y sigo caminando para quedar a su lado, girar y verla de frente. Al llegar a la mesada donde está la pileta noto que mi altura es la de otro tiempo. No debo tener más de 15 años. Levanto la vista y veo esos lentes: negros, anchos, con el vidrio verdoso y grueso. Su expresión no dice nada. Me llama la atención el movimiento de sus manos, cada vez que dejan una taza, un cubierto o un plato y buscan el calor del agua, frotándose debajo del chorro.
-No sabés el frío que tengo. Las manos, las tengo heladas –vuelve a insistir.
-Abuela –le digo y me mira por primera vez. Es una mirada vacía, como si estuviese mirando la pared que está a mis espaldas, atravesándome. Estoy a punto hablar pero ni siquiera sé qué decir. No me animo después de todo este tiempo sin verla.
–Te quiero -es lo primero que se me ocurre.
Abuela gira la cabeza y vuelve a meter las manos debajo del chorro de agua.
-Tengo frío -insiste. -Quiero preparar budín de naranjas, pero tengo las manos muy frías. Sentí –y extiende las manos hacia mí.
Podemos ver un muerto en nuestros sueños, pero nunca tocarlo, me recuerdo a mí misma y miro sus manos huesudas, manchadas, temblando.
-Tocame las manos hija, no puedo estar tan fría –dice a punto de llorar.
Considero intentarlo pero me obligo a permanecer quieta. Vuelvo a mirarla a los ojos y creo que es mejor. Me parece entender que ése debe ser el propósito de su aparición. Lo hace para entender algo de lo que todavía no se dio cuenta, me convenzo.
Cierro los puños, los vuelvo a abrir y subo los brazos despacio con las palmas extendidas hacia arriba. Levanto la mirada y veo su expresión de sufrimiento, como si comenzara a entender. Hacemos contacto y el instante se acelera en el vértigo de una revelación. Sus manos están ásperas y callosas. Tiemblan, y se tocan perfectamente con las mías.
Compruebo que sí. Que se puede tocar a un muerto en los sueños. Y la abuela está muerta, pienso, y fría, y tiemblan sus manos. Sus manos que ahora me dicen lo peor; sus manos, más calientes que las mías.
3 comentarios:
vaya, esto es hermoso. sinceramente.
Un relato gélido, espectra y sonámbulo. Me gustó mucho. Muy bueno.
Saludos.
Hoy llego a mis manos “frías” la pared a mis espaldas, sinceramente te regalo un simple gracias…
Hiciste que tus palabras me trasmitan recuerdos que había olvidado, me encontré sumergida en la casa de mis abuelos paternos, en un instante no me sentí en la oficina y cuando pestañeé por necesidad se me cayó una lágrima…qué lindo es dejarse sorprender por los sentidos…
-Te quiero- sería la primer palabra que sin tapujos le diría si sueño con ella…
Gracias,
Tais Florencia
Ambrico
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